LA
CONSTRUCCIÓN (Franz Kafka)
He presentado la obra y me parece bien lograda. Desde afuera sólo se
ve un gran agujero que en realidad no conduce a ninguna parte, ya que
a los pocos pasos se tropieza con roca. No quiero jactarme de haber
ejecutado esta treta en forma deliberada; es más bien el sobrante de
uno de los numerosos y vanos intentos de construcción, pero finalmente,
me pareció ventajoso dejar este agujero sin rellenar. Desde luego
hay astucias que, por sutiles, se aniquilan por sí solas, eso lo sé mejor
que nadie, e indudablemente constituye una audacia llamar la atención
con este agujero sobre la posibilidad de que aquí exista algo digno de
ser investigado. Sin embargo, se equivoca quien crea que soy cobarde
y que sólo por cobardía ejecuto la obra. A unos mil pasos de este
agujero se halla, cubierto por una capa de musgo suelto, el verdadero
acceso, tan bien asegurado-como puede estarlo algo en el mundo;
naturalmente, alguien podría pisar el musgo o levantarlo; entonces mi obra
quedaría al aire y quien tuviera ganas –nótese, sin embargo, que se
requerirían dotes no demasiado frecuentes– podría penetrar y
destruirlo todo para siempre. Lo sé bien y ahora en su culminación mi vida
apenas si tiene un momento por completo tranquilo; allí, en ese sitio, en
el oscuro musgo, soy mortal y en mis sueños husmea interminablemente
un hocico voraz. Habría podido, se opinará, rellenar este agujero de
entrada con un manto firme y delgado arriba y más abajo con tierra floja,
de manera que siempre me hubiera costado poco esfuerzo asegurarme de
nuevo la salida. Pero no es posible; la cautela precisamente exige
que tenga una viabilidad de escape, precisamente ella obliga con frecuencia
a arriesgar la vida. Todos estos son cálculos harto penosos; la alegría que
la cabeza experimenta al efectuarlos es muchas veces el único motivo de
que siga calculando. Yo necesito una inmediata posibilidad de escape, pues
acaso, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto
más inesperado? Vivo pacíficamente en lo más profundo de mi casa,
y mientras el enemigo se me aproxima sigilosamente. No quiero decir que
tenga mejor olfato que yo; tal vez me ignore como yo lo ignoro a él. Pero
hay bandidos apasionados que perforan ciegamente la tierra y que por la
enorme extensión de mi obra, pueden alentar la esperanza de dar con
algunos de mis túneles. Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa
y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que tal depredador pueda convertirse en mi víctima, en dulce víctima. Pero yo envejezco, hay muchos más fuertes que yo, mis enemigos son innumerables; podría suceder que huyera de
uno y cayera en las garras de otro. ¡Ah, todo puede suceder! De cual-
quier modo, necesito tener conciencia de que en alguna parte hay una
salida completamente expedita, alcanzable con facilidad, donde para liberarme
no necesitara cavar en absoluto, tal que, mientras yo trabajara
desesperadamente, aunque fuera entre flojos escombros, no sintiera de
pronto, ¡Dios me ampare!, los dientes de mi perseguidor en los muslos.
Y no solamente me amenazan los enemigos externos, los hay también
en lo profundo de la tierra. No los he visto jamás, pero las leyendas
hablan de ellos y creo firmemente en su existencia. Son seres del interior,
ni siquiera las leyendas logran describirlos; ni los que se convirtieron
en sus víctimas alcanzan a verlos bien; se acercan, se oye el arañar
de sus garras bajo la tierra, que es su elemento, y ya se está perdido.
Entonces ya se está en la propia casa, más bien se está en su casa. De
ellos tampoco me salva aquella salida, como probablemente no ha de
salvarme en absoluto, sino perderme, pero de todos modos es una esperanza
sin la que no puedo subsistir. Aparte de este gran camino, me
comunican con el mundo exterior otros muy estrechos, bastante seguros,
por los que me llega el aire que respiro. Han sido construidos por
ratones que he sabido atraer a mi obra. Me ofrecen las ventajas del
gran alcance de su olfato y de ese modo me protegen. Además, por su
causa llega toda una fauna menor que devoro. De manera que, sin necesidad
de abandonar mi obra, dispongo de un medio de vida, aunque
limitado, suficiente. Y esto es esencial.
Pero lo mejor de mi construcción es su silencio. Este es desde luego,
engañoso; repentinamente puede interrumpirse. Todo habría terminado.
Pero por el momento todavía existe. Durante horas puedo deslizarme
por mis galerías sin oír más que el rumor de alguna bestezuela que
de inmediato reduzco al silencio con mis dientes; o el crujir de la tierra
que me anuncia la necesidad de alguna reparación. Salvo esto, el silencio
es absoluto. El aire del bosque penetra, hay al mismo tiempo abrigo
y frescura. A veces me relajo satisfecho y me doy vuelta en la galería.
Es bueno tener una construcción así para la ya cercana vejez, saberse
bajo techo al comienzo del otoño. He ensanchado las galerías cada
cien metros hasta convertirlas en pequeñas plazas circulares. Allí
puedo enrollarme con comodidad, abrigarme en mí mismo y descansar.
Allí duermo el dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, de la alcanzada
meta del dueño de casa. No sé si es una costumbre de épocas antiguas
o si los peligros de esta casa son lo suficientemente grandes como
para despertarme; pero con regularidad, de tiempo en tiempo, el
sobresalto me arranca del sueño y entonces atisbo, atisbo el silencio;
que reina invariablemente de día y de noche; sonrío tranquilizado y recaigo,
los miembros flojos, en sueños más profundos aún. ¡Pobres viajeros
sin morada, en las carreteras, en los bosques, en el mejor de los
casos acurrucados sobre montones de hojas o apretujados entre sus
semejantes, expuestos a toda la perdición del cielo y de la tierra! Yo, en
cambio, estoy en una fortaleza protegida por todos lados –más de cincuenta
de éstas hay en mi construcción– y en somnolencia o sueño profundo
transcurren las horas, que para ello elijo.
Casi en el centro mismo de la obra está la plaza principal, estudiada para
el caso de peligro exterior, no tanto de persecución, como de asedio.
Mientras todo lo otro es producto de esforzado trabajo mental más que
físico, esta plaza fuerte es resultado del pesadísimo trabajo de mi cuerpo
y de cada una de sus partes. Alguna vez, en la desesperación de mi
cansancio corporal, he querido abandonarlo todo; me revolcaba, maldecía
la obra, me arrastraba hacia el exterior, dejando la construcción
abierta. Podía hacerlo porque no quería regresar, hasta que, después
de horas o de días, retornaba un arrepentimiento casi prorrumpiendo
en loas al advertir la integridad de la obra, y realmente alegre, reanudaba
el trabajo. La tarea en la plaza fuerte se agravaba de modo innecesario
(innecesario quiere decir que el trabajo de vaciado no se traducía
en beneficio esencial para la obra), porque justamente donde debía
estar situada según el plan, la tierra era floja y arenosa y había que
conseguir que se volviera compacta antes de formar el círculo bellamente
abovedado. Para ese trabajo poseo tan sólo la frente. Con la
frente, pues, he embestido la tierra miles y miles de veces, a lo largo
de días y de noches y era feliz, cuando los golpes la hacían sangrar, ya
que probaba que la solidez estaba próxima, y en esta forma creo que se
me reconocerá, me he ganado mi plaza fuerte. En esta plaza fuerte almaceno
las provisiones, compuestas por los sobrantes de mis capturas
dentro de la casa, luego de satisfacer las necesidades inmediatas, y por
lo que traigo de las cacerías exteriores. Es tan amplio el sitio que no lograrían
llenarlo las reservas de medio año; puedo, pues, extenderlas
holgadamente, caminar entre ellas, jugar con ellas, alegrarme de su
abundancia y sus diversos olores, y tener siempre una exacta visión de
lo existente. También puedo efectuar nuevos ordenamientos y, según
las épocas del año, hacer nuevas previsiones y proyectos de caza. Hay
períodos en que estoy tan provisto que, indiferente a la comida en general,
ni siquiera toco la caza menor que se agita aquí, lo que, por otros
motivos, tal vez sea temerario. Como consecuencia de las múltiples tareas
vinculadas a los preparativos de defensa, mis ideas acerca de la
utilidad de la construcción para ese caso se modifican o desarrollan en
forma importante. Me parece que es peligroso basar la defensa exclusivamente
en la plaza fuerte; la complejidad de la obra me brinda muchas
otras posibilidades y me parece prudente distribuir las provisiones
dejando algunas de ellas en pequeñas plazas; entonces destino, por
ejemplo, cada tercer lugar a las reservas, o cada
cuarto o depósito principal y cada segundo a almacén de reserva adicional,
o algo por el estilo. O, para despistar, excluyo a ciertos caminos de
llenarlos con provisiones, o elijo de manera discontinua unas pocas plazas, según su situación respecto a la salida principal. Cada nuevo
proyecto exige una fatigosa labor de acarreo, nuevos cálculos, y luego
debo llevar y traer las cargas. Desde luego, puedo realizarlo sin prisa;
además, no es desagradable transportar manjares con la boca, descansar
dónde y cómo se quiera, saborear lo que más me guste. A veces, sin
embargo, me despierto con sobresalto, y aquí está lo grave, parece que
la actual distribución es por completo errónea, que puede provocar
enormes peligros y que es urgente rectificarla, sin tiempo para somnolencias
o para el cansancio. Entonces me apresuro, vuelo, no tengo
tiempo para cálculos, quiero realizar un nuevo y minucioso proyecto,
cojo lo primero que me cae entre los dientes, arrastro, cargo, gimo,
tropiezo y el menor cambio favorable de circunstancias peligrosas me
produce alivio. Hasta que paulatinamente, al despertar por completo, el
violento trajín me parece absurdo; aspiro profundamente la paz de la
casa, que yo mismo he destruido; retorno al lecho y al sueño, y al despertar
me encuentro con que, como prueba incontrastable de la ya inverosímil
tarea nocturna, conservo alguna rata entre los dientes. Luego
llegan períodos en que me parece mejor la reunión de todas las provisiones
en un solo sitio. La utilidad de las reservas en las pequeñas plazas
es un problema; cabe poco en ellas y se obstruye el paso
en caso de alarma. Aparte de ello es, aunque tonto, cierto que la sensación
de 'seguridad se perjudica cuando no se ven juntas todas las
provisiones y no se puede apreciar con una sola mirada lo que se posee.
Además, con estas múltiples distribuciones, mucho puede extraviarse.
No puedo galopar continuamente en todas direcciones para ver
si todo se halla en perfecto estado. Desde luego, la idea fundamental de
distribuir las reservas es correcta, pero solamente cuando se poseen
varios sitios similares a mi plaza fuerte. ¡Varios sitios! ¡Naturalmente!
Pero ¿quién puede realizar eso? Tampoco pueden acomodarse, en el
plan de conjunto, a posteriori. Sin embargo, quiero reconocer que en
ello radica un error de la construcción, pero como por lo general siempre
hay un error,cuando de algo se posee un solo ejemplar. Y también reconozco que
durante toda la ejecución de la obra en lo más oscuro de mi conciencia
moró la idea aunque con bastante nitidez, de disponer de más de una
plaza fuerte, pero no he cedido; me sentía demasiado débil para
hacerme cargo de la necesidad de dicho trabajo y me consolaba de
cualquier modo con sensaciones no menos oscuras, según las cuales lo
que en otros casos no sería suficiente, llegaría en el mío a ser excep-
cional, por gracia, ya que probablemente la providencia estaba interesada
en la conservación de mi frente, de mi ariete. Tengo, pues, una
sola plaza fuerte, pero los oscuros temores de que no fuera suficiente
se han desvanecido. Sea como fuere, debo conformarme con una sola; las
pequeñas plazas no podrían reemplazarla de ningún modo, por lo que
comienzo, cuando este punto de vista ha madurado, a arrastrar material,
desde las pequeñas plazas a la principal. Por un tiempo, es un consuelo
saber que todos los espacios y galerías están libres, ver cómo sé
hacinan en la plaza fuerte las montañas de carne, que envían hasta las
galerías más lejanas la mezcla de sus muchos olores, los cuales me
alegran, cada uno según su tipo y que aun a distancia sé distinguir perfectamente.
Entonces llegan tiempos pacíficos durante los cuales lenta
y gradualmente traslado mis guardias desde los círculos externos al interior,
sumergiéndome cada vez más en los olores, hasta que no soporto
más, y una noche me lanzo sobre la plaza principal, arraso con las
provisiones y me sacio con lo mejor hasta el embotamiento. Tiempos
dichosos, pero de peligro; quien supiera aprovecharlos podría destruirme
con facilidad y sin riesgos. También en esto influye perniciosamente
la falta de una segunda o tercera plaza fuerte, pues me pierde el hecho
de ser único el gran depósito. Trato de resguardarme contra ellos de diversas
maneras; la distribución en plazas menores es una medida de
esa índole. Pero, desgraciadamente, conduce como las otras, por las
privaciones que apareja, a una avidez aún mayor, y ésta, despreciando
el sentido común, altera los planes de defensa en su beneficio.
Una vez que han pasado dichos tiempos suelo revisar la obra, y cuando
las reparaciones necesarias han sido hechas la abandono, aunque
siempre por poco tiempo. El castigo
de verme privado de ella largamente me parece excesivo, pero reconozco
que estas excursiones son imprescindibles. Mi aproximación a la
salida no carece de cierta solemnidad. En períodos de vida casera la
evito, y también la galería que a ella conduce y sus ramificaciones. No es
nada fácil pasearse por ese lugar: he instalado allí un complejo zig-zag
de galerías. Cuando inicié la obra todavía no podía soñar en poderla
terminar según el proyecto; comencé en este rincón, casi jugando, aquí
se desfogó mi primer entusiasmo en una construcción laberíntica que,
en aquel entonces, me pareció la más excelsa de las construcciones,
pero que hoy considero, probablemente con mayor justicia, como labor
de aficionado, indigna del resto de la construcción. En teoría tal vez sea
valiosa –aquí está la entrada a mi casa, les decía irónicamente a los
enemigos invisibles y los veía ya asfixiados en masa en el laberinto de
entrada–, pero en realidad representa un jugueteo de paredes harto de
endebles, que difícilmente resistiría un ataque serio o a un enemigo que
luchara con desesperación por su vida. ¿Debo modificar por ello esta
parte? Aplazo la decisión, y creo que quedará como está. Aparte del volumen
de trabajo que me echaría sobre los hombros, sería también la
tarea más peligrosa que pueda imaginarse. En aquella época, cuando
inicié la construcción, pude trabajar allí con relativa tranquilidad, el
riesgo no era mucho mayor que en cualquier otro lugar, pero significaría
llamar casi deliberadamente la atención de todo el mundo sobre la
obra hoy que ya no es posible. Conservo sin embargo, alguna debilidad
por esta empresa inicial, pero si viene el gran ataque, ¿qué trazado de
la entrada podría salvarme? La entrada puede ciertamente engañar,
desviar, torturar, al atacante, y también lo lograría éste en último caso,
pero es evidente que un ataque realmente importante tengo que resistirlo
de inmediato, con todos los medios de la obra en conjunto y con
todas las fuerzas del cuerpo y del alma. De modo que el acceso permanezca
como está. Si la construcción ofrece tantas debilidades impuestas
por la naturaleza, que soporte también estas deficiencias creadas por
mí, que reconozco por completo, aunque tarde. Claro está, con ello no
quiero decir que estos fallos no me preocupen todavía de tiempo en
tiempo. Cuando en mis acostumbrados paseos eludo esta parte de la
construcción, me sucede principalmente porque su aspecto me molesta;
no siempre quiero mirar los defectos, sobre todo si se hallan demasiado
presentes en mi conciencia. Que persista el corregible error allá arriba,
junto a la entrada, pero yo quiero evitar su contemplación en lo posible.
Me basta aproximarme a la salida, aunque todavía esté separado de
ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera peligrosa; es
como si se afinara mi piel, como si fuera a quedar con la carne desnuda
y me saludara ya el aullar de los enemigos. Ciertamente, la salida en sí,
el final de la zona de protección, provoca ya estos sentimientos, pero es
esta construcción lo que especialmente me tortura. A veces sueño que
he construido la entrada, que la he modificado por completo, de prisa,
en una sola noche, con fuerzas gigantescas, sin ser visto por nadie, y
que se ha vuelto inexpugnable; el sueño en que eso sucede es el más
dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de alegría
y de liberación.
El suplicio de este laberinto debo superarlo también corporalmente al
salir; me disgusta y conmueve a la vez el hecho de extraviarme por un
instante en mi propia creación, como si la obra se esforzara todavía en
justificar su existencia, ante mí, que desde hace mucho tiempo me he
formado un juicio definitivo a su respecto. Luego estoy bajo la capa de
musgo, que muchas veces dejo el tiempo necesario para que se suelde
con el humus del bosque –antes no me muevo de la casa– y de un solo
golpe de la cabeza me coloco en el exterior. Me cuesta mucho atrever-
me a realizar este pequeño movimiento, y si no tuviera que superar el
laberinto de entrada probablemente emprendería el regreso. ¿Cómo?
Tu casa está protegida, clausurada, vives en paz, abrigado, señor, único
señor de una multitud de galerías y plazas, y espero que todo esto
no desees sacrificarlo, o por lo menos exponerlo en cierto modo. Tienes,
sí, la esperanza de recuperarlo, pero te comprometes en un juego
arriesgado, demasiado arriesgado. ¿Hay motivos razonables? No; para
algo semejante no puede haber motivos razonables. Sin embargo, levanto
con cautela la trampa, estoy afuera, la dejo descender con cuidado,
y a la máxima velocidad posible huyo de este lugar delator.
En verdad no estoy en libertad, pero ya no me adelanto pegándome a
las galerías, sino que me lanzo por el bosque abierto, siento que hay
nuevas fuerzas en mí, fuerzas para las que en cierto modo no hay espacio
en la obra, ni siquiera en la plaza fuerte aunque fuera diez veces
más grande. También la alimentación es mejor afuera, aunque la caza
sea más dificultosa y el éxito menos frecuente; pero el resultado es
más apreciable en todo sentido; no niego esto y sé apreciarlo y disfrutarlo,
al menos como cualquier otro, y probablemente mucho mejor,
pues no cazo con atolondramiento o desesperación, como un merodeador,
sino práctica y reposadamente. Tampoco estoy predestinado y expuesto
a la vida libre, sino que sé que mi tiempo está medido, que no
estaré obligado a cazar aquí indefinidamente, sino que en cierto modo,
cuando lo quiera y me canse de esta existencia, alguien me llamará
hacia sí, alguien cuya invitación no podré rehusar. Y así puedo disfrutar
por completo de este tiempo aquí, y pasarlo sin preocupaciones, es decir,
podría, porque no puedo. La obra me tiene demasiado atareado. Me
he alejado con rapidez de la entrada, pero pronto vuelvo. Busco un
buen escondrijo y acecho la puerta de mi casa –esta vez desde afuera–
durante días y noches. Se dirá que es estúpido pero a mí me proporciona
una indecible alegría y me tranquiliza. Es como si no estuviera delante
de mi casa, sino delante de mí mismo, mientras duermo, como si
tuviese la dicha de poder a un tiempo dormir profundamente y vigilarme
en forma estricta. Hasta cierto punto no tan sólo me caracteriza la
capacidad de ver los fantasmas nocturnos durante la confiada inocencia
del sueño, sino también la de enfrentarlos en la realidad, con la plena
fuerza de la vigilia y la serenidad del juicio. Y encuentro que mi situación
no es tan desesperada como creía a menudo y como probablemente
volverá a parecerme cuando descienda a mi casa. En este sentido, y
también en otro, pero especialmente en éste, esas excursiones son
realmente imprescindibles. A pesar del cuidado que he puesto en elegir
para la entrada un lugar apartado, el tránsito que se produce, si se resumen
las observaciones de una semana, es muy grande, pero tal vez
sea así en todos los lugares habitables, y probablemente sea también
más ventajoso afrontar un tránsito más intenso, al que su propio volumen
desplaza, que ex-
ponerse en total soledad a la morosa búsqueda de un intruso. Aquí hay
muchos enemigos, y sus cómplices son aún más numerosos, pero como
están ocupados en combatirse entre sí, pasan de largo. Durante todo
este tiempo no he visto a nadie investigar en la entrada, por suerte para
ambos, porque olvidado el peligro, inconscientemente, le habría saltado
al cuello. Ciertamente, llegaron también invasores en cuya
proximidad no me atreví a permanecer; el sólo intuirlos en la lejanía me
obligaba a huir. Acerca de su conducta en relación a la construcción no
debiera expedirme categóricamente, pero baste para tranquilizar,
que yo regresaba pronto, no hallaba a nadie y encontraba la entrada
intacta. Tiempos felices hubo en que casi me decía que la hostilidad del
mundo contra mí probablemente había terminado o disminuido, o que
el poder de la construcción me salvaba de la lucha de aniquilamiento
que había perdurado hasta ahora. La obra me protege tal vez más de lo
que hubiera llegado a pensar, o de lo que me habría atrevido a pensar
en el interior dé la construcción misma. Llegué hasta a alimentar el deseo
infantil de no retornar a la obra nunca más, sino instalarme en la
proximidad de la entrada y pasar mi vida en la contemplación de ella,
no perdiéndola de vista y hallando mi felicidad en la constatación de la
firmeza con que me habría protegido de estar yo en ella. Pero espantables
despertares suelen seguir a los sueños infantiles. ¿Qué seguridad
es la que observo aquí? ¿Puedo juzgar el peligro en que me encuentro
en el interior a través de las experiencias que realizo desde aquí afuera?
¿Siguen mis enemigos el verdadero rastro cuando no estoy en la
construcción? Algo huelen probablemente, pero no con seguridad. ¿Y
no es a menudo la existencia de un pleno olfato la premisa necesaria de
un peligro normal? Se trata entonces tan sólo de semipruebas o de la
décima parte de una prueba, apropiadas más bien para que me tranquilice
o precipite en él máximo peligro por esta falsa tranquilidad. No, yo
no observo mis sueños, como creía; más bien soy el que duerme mientras
Malvado vigila. Quizás esté entre los que distraídamente rondan y
pasan sólo para asegurarse, corno yo mismo, de que la puerta está intacta
y esperando atacarla; tal vez sólo pasen porque saben que el
dueño de casa no está en el
interior o tal vez hasta sepan que espera inocentemente en el matorral
contiguo. Y abandono la guardia, estoy harto de la vida al aire libre, es
como si ya no pudiera aprender nada aquí, ni ahora ni más tarde. Y
siento deseos de despedirme de todo esto, de descender a la obra y no
retornar nunca jamás, de dejar que las cosas sigan su curso sin tratar
de demorarlas con inútiles observaciones. Pero, preocupado porque durante
tanto tiempo he visto lo que sucedía sobre la entrada, me resulta
ahora torturante llevar a cabo la casi espectacular operación del descenso
sin saber lo que va a pasar a mis espaldas, más allá de la trampa
vuelta a su sitio. Lo intento después en noches turbulentas, arrojo rápidamente
la caza al interior, me parece lograrlo, pero el resultado sólo
estará a la vista cuando yo mismo haya descendido, estaría a la vista,
pero no para mí, o tal vez también para mí, pero demasiado tarde.
Abandono, pues, y no desciendo. Cavo, a bastante distancia de la verdadera
entrada, naturalmente, una zanja de prueba, no más larga que
yo mismo y también cubierta con un manto de musgo. Me acurruco en
la zanja, la cubro detrás de mí, calculo con cuidado períodos más o menos
largos a distintas horas del día, aparto luego el musgo, salgo y registro
mis observaciones. Realizo estas diversas experiencias buenas y
desfavorables, pero no logro establecer una ley general o un procedimiento
infalible para el descenso. En consecuencia, no descendí a la
verdadera entrada, y me desespero por tener que hacerlo pronto. Estoy
a punto de tomar la determinación de alejarme, de volver a la vieja vida
sin consuelo, que no ofrecía seguridad alguna, que era una uniforme
plenitud de peligros y que por lo tanto no permitía diferencias y temer
un único peligro, como me lo enseña cotidianamente la comparación
entre la seguridad de mi obra y la otra vida. Desde luego, tal determinación
sería una completa locura, provocada por la harto prolongada libertad
sin sentido; todavía la obra es mía, sólo tengo que dar un paso y
estoy a salvo. Y deponiendo toda vacilación, corro directamente, a plena
luz del día, hacia la puerta, para levantarla ahora con seguridad, pero
sin embargo no soy capaz, sigo de largo y me arrojo en las espinas
para castigarme, para castigarme por una culpa que desconozco. Luego,
en definitiva, tengo que reconocer que estoy en lo cierto, que es
realmente imposible descender sin exponer a todos, al menos por un
rato, la más apreciada de mis pertenencias, a los que están en el suelo,
en los árboles y en los aires. Y el peligro no es imaginario, sino muy real.
No es forzoso que el enemigo cuyo deseo de perseguirme provoco
sea verdadero, basta que sea una insignificancia, cualquier pequeño ser
repugnante que me sigue por curiosidad, y que por ello, sin saberlo, se
convierte en el guía del mundo contra mí. Tampoco necesita ser, y tal
vez es, y esto no es menos grave, tal vez sea alguien de mi especie, un
conocedor y apreciador de obras, algún hermano del bosque, un amante
de la paz, pero un bribón holgazán que quiere habitar sin construir.
Si al menos llegara ya, y descubriera con sucia avaricia la entrada, si
comenzara a trabajar en ella, levantara el musgo, si tuviera éxito, si se
introdujera, si estuviera ya tan adentro que sólo me mostrara el trasero
por un instante, si todo eso sucediera para que por fin, lanzándome tras
él, libre de toda vacilación le pudiera saltar encima, morderlo, destrozarlo,
beber su sangre y apisonar el cadáver con el resto del botín, pero,
sobre todo, esto sería lo principal, que por fin me encontrara en casa.
Con gusto admitiría esta vez el laberinto, pero antes extendería sobre
mí el manto del musgo, para descansar largamente, creo que por
todo el resto de mi vida. Pero no viene nadie y quedo a solas conmigo
mismo. Ocupado continuamente con las dificultades del asunto, pierdo
gran parte de mi temor. Ya no eludo la entrada, tampoco por el lado
exterior; rodearla se convierte en mi ocupación favorita, es casi como si
yo fuera el enemigo y espiara la oportunidad de irrumpir. Si al menos'
tuviese alguien en quien pudiese confiar, a quien pudiese dejar mi
puesto de observación, entonces sí que podría descender la tranquilidad.
Yo convendría con él, con el hombre de confianza, en que observara
exactamente la situación durante mi descenso, o un tiempo más, y
que, en caso de peligro, golpeara la capa de musgo, y si no, no. Con
esto, arriba todo estaría despejado, sólo quedaría mi hombre de confianza,
¿pero no pediría alguna satisfacción a cambio? ¿No querría por
lo menos contemplar la obra? Ya esto por sí solo, dejar entrar a alguien
voluntariamente en mi obra, me sería muy desagradable. La he hecho
para mí, no para visitantes; creo que no lo dejaría entrar. Ni aun al precio
de que me posibilitara a mí mismo la entrada. Pero no podría dejarlo
bajar solo, lo que excede todo lo imaginable, o tendríamos que bajar
juntos, con lo que se perdería la ventaja que él debiera proporcionarme,
es decir, hacer observaciones detrás de mí. ¿Y qué es esto de la
confianza? ¿Puedo seguir confiando en el que confío cara a cara, cuando
ya no lo veo más y nos separa una capa de musgo? Es relativamente
fácil confiar en alguien cuando se lo vigila al mismo tiempo o cuando al
menos existe la posibilidad de vigilarlo; hasta es posible confiar en alguien
a distancia, pero confiar en alguien desde el interior de la construcción,
es decir, desde otro mundo, lo creo imposible. Pero tales dudas
ni siquiera son imprescindibles, basta pensar que durante o después
de mi descenso las innumerables cualidades de la vida impidieran
a mi hombre de confianza cumplir con su deber. Sus menores dificultades
podrían tener consecuencias incalculables para mí. No; considerándolo
todo en su conjunto, no debiera quejarme de estar solo y de no
tener en quien confiar. Así, seguramente, no pierdo ninguna ventaja y
me ahorro perjuicios. Sólo puedo confiar en mí y en la construcción.
Debí pensarlo antes, para el caso que ahora me ocupa, y tomar medidas.
Hubiera sido posible, al menos en parte, durante el comienzo de la
obra. Debí diseñar la primera galería en tal forma que tuviese dos entradas
bastantes separadas entre sí, de modo que pudiese introducirme
en una –con todas las dificultades inevitables–, trasladarme rápidamente
por el comienzo de la galería hasta la segunda boca, levantar allí la
capa de musgo dispuesta para ello, y observar la situación durante varios
días y noches. Sólo así hubiera estado bien. Es verdad, dos entradas
duplican el peligro, pero hubiera podido desechar estas preocupaciones
en vista de que una de las bocas, la pensada como lugar de observación,
sería muy estrecha. Y con esto me extravío en consideraciones
técnicas y comienzo nuevamente a soñar con mi proyecto de construcción
perfecta; esto me tranquiliza en parte; contemplo radiante, con
los ojos cerrados, las múltiples soluciones de construcción, claras y menos
claras, destinadas a permitirme entrar y salir sin ser advertido.
Y cuando, cómodamente echado, reflexiono, valorando estas posibilidades,
pero sólo como conquistas técnicas, no como verdaderas ventajas,
porque ¿qué sentido tiene esto de entrar y salir inadvertidamente? Sugiere
ánimo intranquilo, falta de seguridad, sucios apetitos, condiciones
negativas que se agravan aún más en presencia de la obra, que sin
embargo está allí, y que es capaz de inundar de sosiego a poco que uno
se lo permita. Naturalmente, ahora estoy fuera de ella y busco una posibilidad
de retorno; las disposiciones técnicas necesarias para ello serían
muy deseables. Pero tal vez no tanto. ¿No se subestima la obra durante
el momentáneo arrebato de miedo al considerarla solamente como
un agujero apto para refugio? Claro está que es también un agujero
seguro, o debiera serlo, y cuando me imagino en medio del peligro, deseo,
con los dientes apretados, con toda la fuerza de mi desesperación,
que no sea más que el agujero destinado a salvarme la vida y que no
cumpla debidamente esta misión y estoy dispuesto a relevarlo de cualquier
otra. Pero sucede que en realidad –y no se presta atención durante
el máximo peligro, y hasta en tiempos de riesgos corrientes es difícil
advertir– da mucha protección, pero no la suficiente, porque las preocupaciones
no terminan jamás por completo en la obra. Son otras preocupaciones,
de más fuste, más ricas en contenido, a menudo muy
postergadas, pero probablemente tan inquietantes como las que depara
la vida en el exterior. Si hubiera realizado la obra sólo para asegurar mi
vida no me habría engañado, pero la relación entre el enorme trabajo y
la seguridad lograda, al menos hasta donde estoy en condiciones de
apreciarla y de beneficiarme con ella, no sería muy favorable para mí.
Es muy doloroso reconocer esto, pero hay que hacerlo, más aún, en
presencia de la entrada que se cierra ahora sobre mí, contra su constructor
y propietario, en forma casi espasmódica: La obra no es precisamente
un agujero de salvación. Cuando me detengo en la plaza fuerte,
rodeado por los altos depósitos de carne, el rostro vuelto hacia las
diez galerías que parten de ella, cada una con su inclinación, ya sea as-
cendente o descendente, rectas o curvas, o listas, cada una a su manera,
para conducirme hacia otras muchas plazas, también silenciosas y
vacías, entonces se aleja de mí la idea de seguridad, entonces sé con
certeza que éste es mi castillo, que he conquistado a la tierra, palmo a
palmo, arañando y mordiendo, apisonando y pujando, mi castillo que
de ningún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío, que en él
podría tranquilamente, en último caso, aceptar las heridas mortales de
mis enemigos, porque mi sangre empaparía aquí mi propio suelo y no
se perdería. Y no otro es el sentido de las cálidas horas que suelo pasar
en las galerías, ya durmiendo pacíficamente, ya vigilando de buen talante
estas galerías que han sido calculadas exactamente para mí, para
poderme estirar satisfecho o revolearme como un niño, o yacer somnolientamente,
o dormirme feliz. Y las pequeñas plazas, todas perfectamente
conocidas y que, a pesar de su completa igualdad, puedo diferenciarlas
entre sí a ojos cerrados por la simple curvatura de sus paredes,
me rodean amistosas y cálidas, como un nido al ave. Y todo, todo,
silencioso y vacío.
Pero si es así, ¿por qué vacilo, por qué temo más al intruso que a la posibilidad
de no volver a ver mi obra? Por fortuna, esto último es imposible,
y no hace falta reflexionar mucho para comprender todo lo que la
construcción significa para mí; yo y la obra estamos tan unidos, nos
pertenecemos recíprocamente en tal grado que podría tranquilamente,
con todo mi temor, permanecer aquí, echarme, y sin necesidad de dominarme
abandonar todo reparo y aun abrir la entrada; más aún, me
bastaría esperar ocioso, porque en definitiva, de un modo o de otro,
volveré abajo. Pero ¿cuánto tiempo puede transcurrir hasta entonces, y
cuántas cosas pueden suceder entretanto, aquí arriba y allá abajo? Y
tan sólo depende de mí acortar este plazo y hacer en seguida lo necesario.
Y ya, cansado hasta no poder pensar, la cabeza colgante, inseguras las
piernas, semidormido, arrastrándome más que caminando, me acerco a
la entrada, levanto con lentitud el musgo, desciendo lentamente, en mi
turbación dejo abierta la entrada durante un lapso de innecesaria largueza,
me acuerdo después de mi omisión, subo para repararla. ¿Para
qué subir? Sólo tengo que correr la capa de musgos, bien, entonces bajo
de nuevo, y, por fin, la corro. Solamente en este estado de ánimo,
exclusivamente en este estado de ánimo me hallo en condiciones de
realizarlo. Después estoy echado bajo el musgo en lo alto del botín, nadando
entre sangre y jugos de carne, y podría comenzar a dormir el
sueño tan ansiado. Nada me turba, nadie me ha seguido, sobre el musgo
todo parece tranquilo, al menos hasta ahora, y aunque no lo estuviera,
creo que no. podría demorarme en observaciones. He cambiado
de lugar, del mudo exterior he retornado a la obra e inmediatamente
siento el efecto. Es un mundo nuevo, que proporciona nuevas energías,
lo que arriba sería cansancio aquí no lo es. He regresado de un viaje,
agotado por las penurias hasta el embotamiento, pero el reencuentro
con la antigua vivienda, los arreglos que me esperan, la necesidad de
visitar siquiera en forma superficial todas las dependencias, y sobre todo
de avanzar cuanto antes hasta la plaza central, todo eso transforma
mi agotamiento en agitación y entusiasmo, es como si durante el mismo
instante en que puse los pies en la obra hubiese dormido un largo
sueño. La primera tarea es muy penosa y me absorbe por completo:
hacer pasar la caza por las estrechas y endebles galerías del laberinto.
Empujo con todas mis fuerzas, avanzo con efectividad, pero me parece que
con demasiada lentitud; para ir más aprisa tiro hacia atrás una parte de
las masas de carne y me escurro por encima y a través de ellas. Ahora
tengo sólo una parte delante, ahora va mejor, pero estoy encajado en
la abundancia de la carne, que en la estrechez de las galerías –en las
cuales aun a solas me resulta a veces dificultoso avanzar– podrían asfixiarme
mis propias provisiones; a menudo sólo comiendo y bebiendo
puedo defenderme de sus embates. Pero el transporte progresa, lo logro
en poco tiempo, el laberinto ha sido superado, respirando a mis anchas
salgo a una verdadera galería, empujo el botín a través de un
conducto de comunicación, hacia una galería principal, creada especialmente
para esto, que conduce en pronunciado declive hasta la plaza
fuerte. Ahora ya es fácil, ahora el conjunto rueda y fluye casi por sí solo.
¡Por fin en mi plaza fuerte! ¡Por fin poder descansar! Nada ha cambiado,
ningún infortunio mayor parece haber sobrevenido, y los pequeños
daños, que noto a primera vista, pronto estarán subsanados. Pero
antes debo recorrer las galerías, lo que no constituye un esfuerzo, sino
una plática con amigos, como era antes en los viejos tiempos –en verdad
no soy tan viejo, pero los recuerdos de muchas cosas se empastan
casi por completo-, como yo lo hacía antes, o como oí decir que sucedía
antes. Comienzo ahora con la segunda
galería, con deliberada lentitud; después de haber visto la plaza fuerte
dispongo de un tiempo infinito –en el interior de la obra siempre
dispongo de tiempo infinito– porque todo lo que allí hago es bueno
e importante y me alimenta en cierto modo. Comienzo con la segunda
galería e interrumpo la inspección a la mitad y paso a la tercera, por la
que me dejo conducir de nuevo hasta la plaza principal, y debo volver a
ocuparme de la galería segunda, y juego así con el trabajo y lo multiplico,
me río solo, gozo, y me siento mareado por completo entre tanto
trabajo, pero no lo abandono. Por vosotras, galerías y plazas, y por tus
problemas ante todo, plaza principal, he vuelto, sin valorar en nada mi
vida, después de incurrir durante mucho tiempo en la simpleza de temblar
por ella, y de postergar por ella el regreso. Qué me importa el peligro
ahora que estoy con vosotras. Vosotras me pertenecéis, yo os pertenezco,
estamos ligados, qué puede sucedernos. ¡Qué el pueblo se
hacine arriba si quiere; que esté pronto el hocico que ha de perforar el
musgo! Muda y vacía me saluda ahora también la obra y refuerza lo
que digo, pero me asalta cierta flojedad y en uno de mis lugares predilectos
me enrollo un poco –falta mucho para que lo haya visto todo,
quiero seguir la inspección hasta el final–, no quiero dormir aquí. Cedo
solamente a la tentación de instalarme como si fuera a dormir, comprobar
si lo logro tan bien como antes. Lo logro, pero lo que no logro es
recuperarme y permanezco aquí profundamente dormido.
He dormido mucho tiempo, casi con seguridad, sólo consigo salir del último
sueño que se disuelve por sí mismo, debe de ser un sueño muy leve,
pues un siseo apenas audible me despierta. Lo comprendo al momento;
la cría menuda, no vigilada por mí, demasiado descuidada por
mí, ha taladrado en mi ausencia un nuevo camino en alguna parte; este
camino se junta con algún otro, el aire se arremolina y eso produce el
silbido. ¡Qué pueblo tan interminablemente activo y qué molesto su tesón!
Me veré obligado, escuchando en las paredes de mi galería y con
perforaciones de sondeo a determinar el lugar de la perturbación, para
sólo después poder eliminar el ruido. Por lo demás, el conducto, si de
alguna manera es adaptable a la obra, me será útil como nueva vía de
aire. Pero deberé vigilar a los pequeños en adelante; ninguno debe escaparse.
Como tengo gran práctica en estas investigaciones, seguramente no tardaré
mucho, y puedo comenzar en seguida, aunque hay otros trabajos
más, pero éste es el más urgente: el silencio debe reinar en mis galerías.
Este ruido es relativamente inocente; ni siquiera lo oí al llegar aunque,
ciertamente, ya debía de existir; necesité volver a acostumbrarme
a la casa para advertirlo, en cierto modo es sólo audible para el dueño
de casa. Y ni siquiera es permanente, como por lo general suelen ser
estos ruidos, sino que hay grandes intervalos, eso se debe ostensiblemente
a la obstrucción de la corriente de aire. Comienzo la investigación,
pero no logro encontrar el lugar donde debiera intervenir; hago
algunas excavaciones, sólo al azar; como es natural así no obtengo
ningún resultado, y el gran trabajo de cavar y el aun mayor de rellenar
y alisar resultan inútiles. Ni siquiera logro acercarme al lugar del ruido,
inalterablemente sutil suena a intervalos regulares, una vez como un
siseo y la siguiente como un silbido. Sí, por el momento, podría no
hacerle caso, pero es demasiado molesto; no, no cabe duda, el origen
debe de ser el que yo supuse, es, pues, difícil que aumente de volu-
men; al contrario, puede suceder que –sin embargo jamás he esperado
tanto hasta ahora– con el andar del tiempo cese del todo, al progresar
el trabajo de los pequeños mineros, sin contar con que a menudo una
casualidad lleva al descubrimiento de la pista mejor que la búsqueda
sistemática. Así me consuelo, y preferiría seguir recorriendo las galerías
y visitar los sitios o las plazas, muchas de las cuales no he vuelto a ver,
y regodearme también un poco en la plaza fuerte, pero no puedo permitírmelo,
debo seguir la búsqueda. Mucho tiempo, demasiado, que podría
utilizar en mejor forma, me cuesta esta cría. En tales circunstancias
suele tentarme el problema técnico; partiendo del ruido, por ejemplo,
que mi oído está especialmente dotado para distinguir en todos sus
matices, trato de imaginarme su causa, y entonces me apresuro a
comprobar si responde a la realidad, con buen fundamento, porque
mientras no se produzca una comprobación, así sólo se tratara de establecer
hacia dónde rueda un grano de arena, no podría sentirme seguro.
Y hasta un ruido así no deja de ser en este aspecto una cuestión
importante, pero importante o no, por más que
busque no encuentro nada, o mejor, encuentro demasiado. Justamente
en mi plaza predilecta tenía que suceder esto; me alejo pensando que
tal vez todo sea una broma, así lo hago hasta la mitad del camino hacia
la siguiente plaza, pero como si necesitara probarme que no precisamente
mi lugar favorito ha preparado esta perturbación, sino que ellas
existen también en otras partes, sonrío y me pongo a escuchar. Pero en
seguida dejo de sonreír, porque realmente también aquí se oye el mismo
siseo. No es nada, pienso, nadie sino yo podría oírlo, pero con el oído
afinado por el esfuerzo lo oigo ahora cada vez con mayor claridad,
aunque se trate exactamente del mismo sonido, como puedo comprobarlo
por comparación. Tampoco se intensifica cuando, sin acercar el
oído a la pared, atisbo en mitad de la galería. Entonces tan sólo esforzándome
distingo por momentos el soplo de un sonido que más parezco
adivinar que percibir. Esta uniformidad en todas partes me perturba al
máximo, pues es imposible hacerla coincidir con mis primitivas deducciones.
Si hubiera adivinado su causa, el sonido tendría mayor intensidad
en el lugar de irradiación, que sería precisamente el que tendría
que buscar para hacerse después cada vez más pequeño. Si mi explicación
no 'es exacta, ¿de qué se trata entonces? Existía aún la posibilidad
de dos focos sonoros, y que habiendo yo escuchado ambos a la distancia,
cuando me aproximaba a cualquiera de ellos, uno de los sonidos
aumentaba mientras el otro disminuía, siendo el resultado conjunto casi
invariable. Me parecía ya, cuando atendía mejor, que podía distinguir,
aunque confusamente, algunas variaciones, lo que parecía coincidir con
la nueva hipótesis. De todos modos debía ampliar mucho más el tiempo
de las exploraciones. Desciendo, pues, por la galería hasta la plaza
fuerte y comienzo a escuchar en ese lugar. Es extraño, también aquí
advierto el mismo sonido. Sí, es un ruido provocado por las excavaciones
de bestezuelas insignificantes, que aprovecharon infamantemente
el tiempo de mi ausencia; por cierto, no tienen intenciones hostiles contra
mí, tan sólo están ocupadas en su propia obra y mientras no tropiecen
con un obstáculo conservarán la dirección inicial. Todo eso lo sé;
sin embargo, me resulta incomprensible y me excita, y la idea de que
se hayan atrevido a acercarse a la plaza fuerte perturba mis sentidos,
que tanto necesito para el trabajo. No quiero ahora establecer diferencias,
pero algo, sea la considerable profundidad en que se halla situada
la plaza principal, sea su gran extensión, con la consecuente corriente
de aire, detenía a los excavadores. O tal vez aun más simplemente,
había llegado a su obtusa percepción algún indicio de que se trataba de
la plaza fuerte. Nunca había observado perforaciones en las paredes de
ésta; por cierto, multitudes de animales se acercaban atraídos por las
intensas emanaciones y yo tenía aquí caza segura. Pero habían penetrado
en algún otro sitio más arriba e, irresistiblemente atraídos, sobreponiéndose
al ahogo, descendían por las galerías. Pero ahora taladraban
también en éstas. Si al menos hubiese ejecutado los más importantes
proyectos de mi juventud y de mi temprana madurez, o mejor, si al
menos hubiese tenido la fuerza para ponerlos en práctica, porque no
me faltó la voluntad. Uno de los proyectos preferidos era separar la plaza
fuerte de la tierra circundante, es decir, crear por fuera un espacio
vacío a todo su alrededor, tan sólo con la excepción de un pequeño soporte
que, desgraciadamente, no podría aislarse de la tierra. Las paredes
subsistirían con un espesor aproximadamente igual a mi propia altura.
Siempre me había imaginado, este espacio vacío, y creo que con
razón, como uno de los lugares más atrayentes y confortables. Estar
suspendido sobre su curvatura, izarse, resbalar por ella, rodar y encontrar
de nuevo el suelo bajo los pies, y ejecutar todos estos juegos sobre
la estructura misma de la plaza fuerte, ¡pero sin estar en su interior!
Poder evitar la plaza, descansar los ojos de su imagen, aplazar la alegría
de volver a verla, aunque sin llegar a privarse de ella, estrecharla
literalmente entre las garras, algo que es imposible al disponer tan sólo
de un acceso ordinario. Y, sobre todo, poder vigilarla y, como compensación
de no tenerla a la vista, poder elegir entre instalarse en la plaza
o en el espacio hueco, y escoger seguramente este último, deambular
el resto de la existencia, vigilando la plaza. Entonces ya no habría ruidos
en las paredes, ni descaradas excavaciones hacia la plaza, se hallaría
asegurada la paz y yo sería el custodio; ya no tendría que escuchar
con desagrado el trabajo de zapa de esta plaga, sino, y con deleite, al-
go que se me escapa ahora
por completo: el rumor del silencio en la plaza principal. Pero, desgraciadamente,
toda esta belleza no existe, debo volver a mi trabajo, felicitándome
casi de que se vincule directamente con la plaza que me da
bríos. Por cierto, como se comprueba cada vez más, necesito todas mis
energías para esta tarea que al principio pareció casi insignificante. Recorro
ahora las paredes de la plaza y escucho, y dondequiera que aplico
el oído, en lo alto y junto al suelo, cerca de la entrada o en el interior,
en todas partes, en todas el mismo ruido. Y esta prolongada atención al
sonido intermitente, ¡cuánto tiempo, cuánto esfuerzo exige! Tal vez
pueda hallarse un pequeño consuelo para el autoengaño, en el hecho
de que aquí, por la extensión de la plaza principal, a diferencia de la galería,
al alejarse el oído del suelo ya no se oye nada. Solamente para
descansar, para recuperarme, hago a menudo estos ensayos, escucho
con atención y me siento feliz de no oír nada. Pero, por lo demás, ¿qué
es lo que ha sucedido? El fenómeno destruye mis primeras explicaciones,
y también tengo que descartar otras que se me ofrecen. Se podría
pensar que oigo a las bestezuelas en su trabajo, pero ello estaría en
contradicción con la experiencia; lo que no he oído nunca, aunque
siempre estaba presente, no puedo comenzar a oírlo de pronto. Tal vez,
con los años pasados en la obra, mi sensibilidad frente a las perturbaciones
se haya acrecentado, pero de ningún modo es posible que se
afine el oído. Debido a la naturaleza de la plaga ésta no puede ser oída.
¿Hubiera tolerado esto antes? La habría exterminado, aún a riesgo de
perecer de hambre. Pero probablemente también, y esa idea se va infiltrando
en mí, pueda tratarse de un animal de una especie desconocida.
Aunque hace mucho tiempo que observo cuidadosamente la vida aquí
abajo, sería posible: el mundo es complejo, y nunca faltan sorpresas
desagradables. Pero no podría ser un animal único, tendría que tratarse
de un rebaño, que de pronto ha invadido mis dominios,'de un gran rebaño
de seres que, aunque por encima de estos bichos, los superen
en poco, ya que es muy pequeño el ruido de su trabajo. Podrían ser
quizás animales desconocidos, un rebaño de paso, que me turba, sí,
pero que pronto tendría fin. En consecuencia, podría limitarme a esperar,
sin realizar trabajos finalmente inútiles. Pero si son animales desconocidos,
¿cómo no consigo verlos? Ya he hecho muchas excavaciones
para atrapar siquiera uno de ellos, pero no encuentro ninguno; se me
ocurre que tal vez sean pequeñísimos, mucho más pequeños que todos
los que conozco y que sólo el ruido que producen sea perceptible. Por
eso reviso la tierra extraída, rompo los terrones hasta reducirlos a partículas
minúsculas, pero los alborotadores no aparecen. Muy lentamente
voy comprendiendo que con estas excavaciones al azar no llegaré a na-
da, sólo destrozo las paredes, escarbo a la ligera, aquí y allá, no tengo
tiempo para rellenar luego los agujeros: ya hay montañas de tierra que
obstruyen el camino y la visión. Desde luego, esto me molesta sólo de
un modo accesorio; ahora no puedo pasear ni contemplar, ni descansar;
a menudo me he quedado dormido por un momento en cualquier
agujero, en medio del trabajo, con una zarpa hundida en lo alto, en la
tierra, sobre el terrón que en el último instante de vigilia he querido
arrancar. Ahora cambiaré mis métodos. Cavaré una verdadera zanja en
dirección al ruido y no cejaré en mis esfuerzos hasta que, independientemente
de toda teoría, encuentre la verdadera causa del ruido. Y luego
la eliminaré, si me lo permiten mis fuerzas, y en caso contrario, por lo
menos, tendré una seguridad. Esta seguridad me traerá, bien la calma,
bien la desesperación, pero de cualquier modo que sea, esto o aquello,
al menos será algo indudable y justificado. Esta determinación me hace
bien. Todo lo que he hecho hasta ahora me parece apresurado, realizado
en la excitación del regreso, no liberado aún de las preocupaciones
del mundo exterior, todavía no reabsorbido en la calma de la obra; hipersensibilizado
por la larga privación de ella, me he dejado arrebatar
el juicio por un fenómeno extraño. Porque ¿de qué se trata? Un ligero
siseo intermitente, una nada, a la que uno podría, no, no digo que uno
podría acostumbrarse a ella, pero sí que se podría, sin intentar por el
momento nada, observar durante algún tiempo, es decir, escucharlo
ocasionalmente cada tantas horas y registrar pacientemente los resultados,
y no, como yo, arrastrar la oreja a lo largo de las paredes, y al
menor ruido abrir la tierra, no tanto para encontrar algo en realidad,
como para traducir en algo la fiebre interior. Todo esto cambiará ahora,
espero. Y por otra parte, tampoco lo espero –como tengo
que reconocerlo a ojos cerrados, irritado contra mí mismo– porque la
inquietud vibra aún en mí, exactamente como hace horas, y si la prudencia
no me contuviera, ya hubiera comenzado a cavar en cualquier
sitio, sin preocuparme si se oyera algo o no, absurda, empecinadamente
como la misma plaga, que, o cava completamente sin sentido o lo
hace porque come tierra. El nuevo y juicioso proyecto me tienta, y por
otra parte no me tienta. No hay nada que objetar contra él, yo al menos
no encuentro ninguna objeción; debe conducir al éxito, según yo lo
veo. Y a pesar de todo, en el fondo, no tengo fe en él, tengo tan poca fe
en él que ni siquiera me atemorizan los posibles horrores del resultado,
ni siquiera creo en un resultado horroroso; es como si ya a la primera
aparición del ruido hubiese pensado en esa excavación metódica, dejándola
de lado sólo por no confiar en ella. A pesar de todo, comenzaré
desde luego con la excavación, pero no en seguida, aplazaré un poco el
trabajo. Cuando el juicio retorne a su equilibrio, entonces lo realizaré;
no he de precipitarme. Por cierto, antes hay que subsanar los daños
que mi escarbar produce a la obra; costará mucho tiempo, pero es necesario;
si la nueva excavación ha de conducir al objetivo, es indudable
que resultará larga, y si no conduce a ningún objetivo, entonces será
infinita, y de cualquier modo, esta tarea significará una prolongada ausencia
de la obra, no tan grave como la transcurrida en el mundo exterior
–puedo interrumpir la tarea cuando quiera y visitar la casa, y aun
cuando no hiciera esto, me llegaría el aire de la plaza principal y me
rodearía durante el trabajo–, pero de todos modos significará alejarse
de la obra y exponerse así a un destino incierto, por lo que prefiero dejarlo
todo en orden; que no se diga que yo, el que lucha por su tranquilidad,
la ha turbado él mismo sin restablecerla en seguida. Con lo cual
comienzo a rellenar de tierra los agujeros, trabajo que conozco perfectamente,
que he realizado innumerables veces, casi sin tener conciencia
de realizar un trabajo y que, especialmente en lo que se refiere al último
apisonamiento y alisado –esto no es jactancia, es la simple verdad–
, ejecuto en forma insuperable. Esta vez, sin embargo, se me hace difícil,
estoy distraído; continuamente, en la mitad del trabajo, aprieto el
oído contra la pared, escucho, e indiferente, dejo escapar la tierra recién
levantada, que rueda hacia la galería. Apenas si puedo ejecutar los
últimos trabajos de embellecimiento, que exigen mayor atención. Quedan
desagradables montículos, grietas molestas, sin hablar siquiera de
que no logra restaurarse el antiguo vuelo de una pared así remendada.
Procuro consolarme pensando que se trata de un trabajo provisional.
Cuando regrese y la paz se haya restablecido, lo mejoraré en forma definitiva,
todo se podrá hacer en un instante. Sí, en las fábulas todo se
realiza en un instante, y este consuelo pertenece también a las fábulas.
Mejor sería hacer en seguida una labor perdurable, más útil, que volver
a interrumpirla de continuo, deambulando, por las galerías, y establecer
nuevas fuentes del ruido, lo que en verdad es muy fácil, porque no exige
más que detenerse en cualquier sitio y escuchar. Y todavía hago
otros descubrimientos inútiles. A veces me parece que el ruido ha terminado
–se producen largos intervalos–, a veces no se oye el siseo,
demasiado golpea la propia sangre en el oído, entonces se juntan dos
intervalos en uno, y durante un rato se piensa que el siseo ha terminado
para siempre. No se escucha más, se salta, toda la vida da un vuelco,
es como si se abriera el manantial del cual fluye el silencio de la
construcción. Uno se abstiene de comprobar en seguida el descubrimiento,
busca a alguien a quien pudiera antes confiar en forma segura,
se corre febrilmente para ello hacia la plaza principal, se acuerda uno,
ya que, con todo lo que se es, se ha despertado a una nueva vida, que
hace mucho que no se ha comido, se arranca cualquier cosa de entre
las provisiones casi cubiertas por la tierra, se está tragando todavía
mientras regresa al lugar del increíble descubrimiento –uno quiere accesoriamente,
tan sólo en forma superficial, mientras come, cerciorarse
del suceso–, se escucha, pero la fugaz atención revela en seguida
que uno se ha equivocado miserablemente, que el silbido continúa
imperturbable en la lejanía. Y se escupe la comida y hasta se quisiera
pisotearla y se vuelve al trabajo sin saber siquiera a cuál, en cualquier
sitio, donde parece necesario, y de estos lugares hay bastantes, se empieza
mecánicamente a hacer algo, como si hubiera venido el capataz y
se debiera representar una comedia. Pero apenas se ha trabajado un
rato así, puede suceder que se haga un nuevo descubrimiento. El ruido
parece haberse hecho más intenso, no mucho como es natural, siempre
se trata dé diferencias sutiles, pero es un poco más fuerte de todos
modos, en forma claramente audible. Y este crecimiento parece una
aproximación, y casi con más claridad que el aumento sonoro, se ve nítidamente
el andar que se acerca. Se salta de la pared y, de un vistazo,
se trata de abarcar todas las posibilidades que este nuevo descubrimiento
traerá como' consecuencia. Se tiene la sensación de que la obra
jamás fue instalada con vistas a la defensa, mejor dicho, se tenía la intención,
pero el peligro de ataque y por tanto la preparación de la defensa
parecía lejana, o no lejana (¿cómo sería posible?), pero ciertamente
de importancia muy inferior: a los preparativos destinados a la
vida pacífica, que gozaron así de prioridad en todas las partes de la
obra. Mucho podría « haberse hecho en aquel otro sentido, sin modificar
el proyecto en lo fundamental, pero se ha omitido de manera incomprensible.
He tenido mucha suerte en todos estos años, la suerte
me ha mimado, pero la intranquilidad dentro de la dicha no conduce a
nada.
Lo que habría que hacer ahora sería revisar minuciosamente la obra,
ejecutar un nuevo proyecto y comenzar en seguida con el trabajo, fresco
como un joven. Este sería el trabajo necesario, para el cual, dicho
sea de paso, es naturalmente demasiado tarde, pero sería el trabajo a
realizar, y de ningún modo la excavación de una larga zanja de tanteo
que sólo tendría por consecuencia dedicarme con todas mis energías e
indefensamente a la búsqueda del peligro, en la estúpida suposición de
que éste no supiera aproximarse con suficiente prisa. Y de pronto no
comprendo mi plan anterior. En lo que antes era lógico no encuentro
ahora la menor lógica, de nuevo abandono el trabajo y dejo de escuchar.
No quiero encontrar nuevos argumentos; he hecho demasiados
hallazgos. Lo dejo todo. Me conformaría con calmar la lucha interior.
De nuevo dejo que me alejen las galerías, llego a otras cada vez más
lejanas, todavía no vistas después de mi regreso, todavía no tocadas
por mis zarpas, cuyo silenció se despierta cuando me aproximo y desciende
sobre mí; no me entrego, sigo a la carrera, sin saber en realidad
qué busco. Probablemente, tan sólo un aplazamiento. Me alejo tanto
que llego hasta el laberinto; me tienta aplicar el oído a la capa de musgo:
cosas muy lejanas, muy lejanas por el momento, atraen mi interés.
Avanzo hasta arriba y escucho. Profundo silencio. ¡Qué agradable! Nadie
se ocupa allí de mi obra, cada cual tiene sus asuntos sin relación
conmigo. ¿Cómo he conseguido esto? Este sitio junto al musgo es tal
vez el único en la construcción en que puedo escuchar tranquilo, durante
horas. Una completa inversión de las circunstancias: lo que antes era
un lugar de peligro se ha convertido en lugar de paz, la plaza fuerte en
cambio ha sido ahora en el ruido del mundo y en sus peligros. Y, lo que
es peor aún, en realidad tampoco hay paz; nada ha cambiado, con silencio
o sin él, el peligro espera como antes encima del musgo, sólo
que me he hecho insensible a él, demasiado ocupado con los zumbidos
de mis paredes. ¿Estoy ocupado con ello? Se intensifica, se acerca;
pero yo serpenteo a través del laberinto, me instalo aquí arriba bajo el
musgo; casi es como si abandonara mi casa al silbador, conformándome
con tener un poco de calma aquí arriba; ¿El silbador? ¿Es que tengo
una nueva opinión precisa acerca del origen del ruido? ¿No era ésa mi
opinión precisa? Creo no haberme apartado de ella. Y si no en forma directa,
al menos indirectamente provendrá de ellas. Y si no hay ninguna
relación, entonces no se puede opinar nada concreto hasta encontrar la
causa, o hasta que ella aparezca por sí misma. Con presunciones se la
podría considerar ahora, se podría, por ejemplo, decir que en algún lugar
lejano se ha producido un curso de agua, y que lo que parece siseo
o silbido es en realidad murmullo. Pero, aparte de que en esa materia
no tengo experiencia –la capa de agua que encontré al principio la he
desviado en seguida y no ha vuelto a presentarse, debido a la índole
arenosa del suelo–, aparte de eso no es posible confundir siseo con
murmullo. Todos los deseos de tranquilidad son inútiles, la imaginación
no se detiene, y me aferró a la creencia –es inútil querer negar esto–
de que el siseo proviene de un animal, no de muchos y pequeños, sino
de uno solo y grande. Claro que hay circunstancias que parecen indicar
lo contrario. Por ejemplo, la de que se oiga el ruido en todas partes y
con la misma intensidad, tanto de día como de noche. Por cierto, habría
que inclinarse más bien por muchos animales pequeños, pero como no
los he encontrado durante mis excavaciones, sólo queda la suposición
de la existencia del gran animal, máxime teniendo en cuenta que lo que
parecería estar en contradicción con esta hipótesis no torna al animal
imposible, sino tan sólo inimaginablemente peligroso. Sólo por esto me
resisto a admitir su existencia. Pero ahora abandono el autoengaño.
Hace mucho que me ronda la idea de que es audible a gran distancia
porque cava frenéticamente, porque avanza taladrando la tierra a la velocidad
de un paseante que se desplaza por una galería libre; la tierra
tiembla cuando él cava, también cuando ya se ha alejado; con la distancia
esta vibración se une con el ruido del trabajo mismo, y yo, que
oigo sólo estas últimas vibraciones, las percibo con uniformidad en todas
partes. Contribuye a ello el hecho de que el animal no avanza hacia
mí; por eso no se altera el ruido; hay más bien un plan cuyo sentido no
consigo penetrar; sólo supongo que el animal me cerca –sin que ello
signifique que conozca mi existencia–, más aún, que ya ha trazado algunos
círculos alrededor de la obra desde que lo observo. Me da
mucho que pensar la naturaleza del ruido, el siseo o el silbido. Cuando escarbo
o araño la tierra es completamente distinto. Sólo consigo explicarme
el siseo pensando que la herramienta principal del animal no son
sus garras, con las cuales tal vez sólo se ayuda, sino el hocico o la
trompa, los que aparte de su enorme potencia han de tener una especie
de filo. Probablemente encaja la trompa en la tierra con un sólo golpe
violento, arrancando un gran trozo; durante este tiempo yo no oigo nada,
ése es el intervalo, pero luego absorbe aire para el golpe siguiente.
Esta succión, que debe producir un ruido que hace retemblar la tierra,
no sólo por la fuerza del animal, sino también por su prisa, por su frenesí
de trabajo, yo lo percibo como un leve siseo. Sigue siendo, sin embargo,
por completo incomprensible su capacidad de trabajar interminablemente;
tal vez los pequeños intervalos contengan la posibilidad de
un brevísimo descanso, porque a un descanso verdadero no ha llegado
jamás, cava de día y de noche, siempre con la misma intensidad y
energía, con el plan siempre en vista, un plan que hay que cumplir con
urgencia y para cuya ejecución posee todas las condiciones. Ciertamente,
no había esperado un enemigo tal. Pero aparte de sus peculiaridades,
se cumple ahora algo que siempre debí temer, algo contra lo cual
siempre debí estar preparado. ¡Se acerca alguien! ¿Cómo durante tanto
tiempo todo transcurrió felizmente y en silencio? ¿Quién ha guiado los
caminos de los enemigos para que describan los grandes arcos alrededor
de mi propiedad? ¿Por qué fui protegido, tanto tiempo para ser espantado
ahora de este modo? ¿Qué eran todos los pequeños peligros,
en cuya imaginación y estudio pasaba mi tiempo, al lado de este mayúsculo
peligro? ¿Esperaba, como propietario de la construcción, tener
supremacía sobre cualquier enemigo que se presentara? Precisamente,
como propietario de esta obra grande y delicada, estoy inerme frente a
cualquier ataque serio. La dicha de poseerla me ha ablandado, la delicadeza
de la obra me ha hecho delicado, sus lesiones me duelen como
si fueran mías. Justamente esto es lo que debí prever, no pensar tan
sólo en mi propia defensa – ¡y aun esto con qué ligereza y falta de resultados
lo he realizado!– sino en la defensa de la obra. Ante todo debieron
haberse tomado disposiciones para que algunas partes de la
obra, y en lo posible muchas de ellas, cuando fuesen atacadas, pudiesen
ser aisladas de las menos expuestas, con derrumbamientos al instante,
y constituidos por masas de tierra tales, y con un aislamiento tal,
que el atacante ni siquiera pudiese sospechar que ahí detrás estuviera
la verdadera obra. Más aún: estos derrumbamientos debieran ser apropiados,
no sólo para ocultar la obra, sino también para sepultar al atacante.
No he hecho absolutamente nada para algo semejante; nada,
absolutamente nada, ha sucedido en ese sentido; he sido inconsciente
como un niño, he pasado mis años adultos en juegos infantiles, hasta
con la idea de los peligros he jugado, omitiendo pensar realmente en
los verdaderos peligros. Y no me han faltado advertencias.
Desde luego, nada que se acerque en importancia a lo de ahora ha sucedido;
pero en las primeras épocas de la construcción hubo algo que
se le parecía. La principal diferencia consistía precisamente en que eran
las primeras épocas de la construcción... Yo entonces aún trabajaba casi
como un pequeño aprendiz en la primera galería –el laberinto sólo
estaba proyectado en líneas generales–, ya había vaciado una pequeña
plaza, pero sus dimensiones y el tratamiento de las paredes era un fracaso;
bien, todo estaba de tal modo en los comienzos que sólo podría
valer como ensayo, como algo que, a poco que falle la paciencia, se podría
abandonar repentinamente sin la mayor pena. Entonces sucedió
que durante uno de mis descansos –siempre hubo en mi vida demasiados
intervalos para descansar–, yaciendo entre montones de tierra, que
se oye de pronto un ruido a lo lejos. Joven como era, más que atemorizarme,
despertó mi curiosidad. Dejé el trabajo y me dediqué a escuchar;
continuamente escuchaba, y no corrí a tenderme bajo el musgo
para no privarme de escuchar. Al menos escuchaba. Lograba distinguir
muy bien que se trataba de un trabajo semejante al mío, aunque sonaba
con más debilidad pero no se podía saber en qué grado esta diferencia
debía atribuirse a la distancia. Estaba intrigado, pero tranquilo. Quizá
–pensé– estoy en una construcción ajena y el dueño cava ahora en
mi dirección. Si se hubiera comprobado la exactitud en otra parte, pues
nunca he tenido ansias de conquista o de ataque. Pero, ciertamente, yo
era todavía joven y todavía no tenía obra, podía permanecer tranquilo.
Tampoco el posterior transcurso de los hechos me trajo mayor excitación;
interpretarlos era lo que no resultaba fácil. Si el que allí cavaba
tendía verdaderamente hacia mí porque me había oído cavar, cuando
cambiara su rumbo –como sucedía ahora realmente– no podía determinarse
si lo hacía porque mi intervalo de descanso lo privaba de todo
punto de referencia para su marcha, o más bien porque él mismo cambiaba
de propósitos. También podía ser que yo me hubiese engañado
por completo y que él nunca se hubiese dirigido a mí; lo cierto es que el
ruido aumentó todavía por un tiempo, como si se acercara; joven como
era, no me hubiera desagradado que el cavador surgiese de repente de
la tierra, pero no sucedió nada por el estilo, y a partir de determinado
momento el ruido comenzó a debilitarse, se hizo cada vez más lejano,
como si el cavador se desviase gradualmente de su primitiva dirección,
y de pronto todo cesó como si él hubiese optado plenamente por una
dirección opuesta y se alejara con decisión. Durante mucho tiempo seguí
escuchando el silencio antes de reanudar el trabajo. Por cierto esta
advertencia fue bastante clara, pero bien pronto la olvidé, y apenas si
se tradujo en alguna modificación de mis proyectos de construcción.
Entre entonces y hoy media mi edad adulta, pero es como si no mediara
nada, hoy como entonces hago grandes pausas en mi trabajo, y escucho
junto a la pared ¡últimamente el cavador ha cambiado de intención,
ha vuelto, regresa de su viaje, cree que me ha dejado suficiente
tiempo para disponerme a recibirlo. Pero de mi parte todo está menos
dispuesto que entonces; la gran obra yace como entonces inerme; aunque
ya no soy un pequeño aprendiz, sino un maestro de obra, las energías
que me restan fracasarán en el momento de la decisión; a pesar
de mi edad avanzada me parece que quisiera ser más viejo aún, tan
viejo que ya no pudiera levantarme de mi lecho bajo el musgo. Porque
en realidad no aguanto más, me levanto y corro hacia abajo, hacia la
casa, como si aquí, en vez de paz me hubiese llenado sólo de tribulaciones.
¿Cómo quedaron las cosas últimamente? ¿El siseo se ha debilitado?
No; ha ganado en fuerzas. Escucho en diez lugares al azar y noto
claramente el engaño, el siseo continúa igual, nada ha cambiado. Allí
enfrente no se producen cambios, allá se está tranquilo, por encima
del tiempo; aquí en cambio cada instante sacude al oyente. Y deseando
el largo camino hasta la plaza fuerte, todo el contorno me parece excitado,
parece mirarme, parece en seguida desviar la vista para no molestarme,
y se esfuerza de nuevo para leer en mi gesto las resoluciones
salvadoras. Muevo la cabeza; todavía no las tengo. Tampoco voy a la
plaza principal para ejecutar allí algún plan. Paso por el lugar en que
había querido hacer la zanja de exploración, lo estudio de nuevo, hubiera
sido un buen lugar, la zanja habría seguido la dirección en que se
hallan la mayoría de los conductos de aire, que me hubieran facilitado
el trabajo, tal vez no hubiese tenido que cavar muy fatigosamente, ni
siquiera me hubiese visto obligado a cavar hacia el ruido, tal vez hubiese
bastado pegar el oído a los conductos. Pero ninguna consideración es
capaz de animarme a emprender este trabajo. ¿Esta zanja debe traer-
me la certidumbre? He llegado a un extremo en que ni siquiera deseo la
certidumbre. En la plaza fuerte elijo un buen pedazo de carne roja, sin
cuero, y me escondo con él, en un montón de tierra; allí habrá silencio
en la medida en que el silencio es todavía posible aquí. Me deleito con
la carne; me acuerdo todavía alguna vez del animal desconocido que
traza su ruta a distancia, y después pienso que mientras me sea posible
debo disfrutar suculentamente de mis provisiones. Esto último es probablemente
el único plan a ejecutar. Por lo demás, trato de descifrar el
del animal. ¿Está de viaje o trabaja en su propia construcción? Si se
halla de viaje, tal vez fuese posible un entendimiento con él. Si
realmente irrumpiera hasta mí, entonces podría darle algo de mis provisiones
y él seguiría. Sí, seguiría. En mi montón de tierra puedo soñarlo
todo, hasta con ciertos acuerdos' aunque sé con seguridad
que no son posibles ya que en el mismo instante en que nos veamos,
mejor, cuando nos sospechemos próximos, sin vacilaciones, simultáneamente
prepararemos las garras y los dientes uno contra el
otro con renovada hambre aunque estemos llenos hasta el hartazgo. Y
como siempre en este caso, con pleno derecho: ¿quién, aunque estuviera
de viaje, no alteraría a la vista de la obra, sus proyectos y propósitos?
Pero tal vez el animal cava en su propia obra; entonces ni siquiera
podría soñar con un acuerdo. Aunque se tratara de un animal extraño
y que su obra tolerara vecindades, la mía no las tolera, al menos no
las de tipo audible. Ahora el animal parece hallarse a gran distancia; si
se alejara un poco más, también desaparecería el ruido, quizá todo volvería
a arreglarse, a ser como en los buenos tiempos; todo no dejaría
de ser una amarga experiencia, pero beneficiosa; me incitaría a
realizar diversas mejoras; cuando tengo paz y el peligro no apremia
de manera inmediata, todavía soy capaz de trabajos considerables; quizás
el animal renuncie, en vista de las extraordinarias posibilidades que
parecen inherentes a su capacidad de trabajo, a la extensión de su obra
en dirección a la mía y se resarza de ello en algún otro lado. Pero, como
es natural, esto no es alcanzable por negociaciones, sino sólo por la voluntad
del animal o por una amenaza que yo pudiese ejercer. En ambos
casos será decisivo establecer si el animal sabe algo acerca de mí y
qué sabe. Cuanto más reflexiono acerca de esto se me figura más improbable
que me haya oído; es posible, aunque inimaginable, que tenga
noticias mías, pero con toda seguridad que no me ha oído. Mientras no
supe nada de él no pudo oírme en absoluto, pues permanecí silencioso
–no hay nada más silencioso que el reencuentro con la obra–, luego,
cuando hice las excavaciones de exploración, habría podido oírme a pesar
de que mi manera de cavar produce poco ruido; y si me hubiera oído
yo habría notado algo, porque al menos habría tenido que interrum-
pirse con frecuencia en su trabajo para escuchar.
...Pero todo permaneció sin alteración...